Capitalismo como forma: crítica desde Jameson, Berardi y Spinoza

Capitalismo como forma: crítica desde Jameson, Berardi y Spinoza Atributos de la pintura, la escultura y la arquitectura (1769), de Anne Vallayer-Coster. El eslogan “es más fácil imaginar el fin del mundo antes que el fin del capitalismo” está impregnando las mentes de muchas personas. El loop constante de dicha frase, que en realidad reduce a casi un meme una cita mucho más amplia y profunda del crítico cultural marxista Frederic Jameson, puede complementarse con este otro eslogan intelectual del filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi, que dice: “el derrumbe de la forma no afectará al contenido”. En este sentido, podríamos tomar ambas frases y, en un alarde de poner en diálogo estos eslóganes filosóficos, crear lo siguiente: imaginar el fin del capitalismo no supone el fin de lo social. Aquí, retomando el eslogan de Berardi, diremos que la forma corresponde al capitalismo y el contenido a lo social. Imaginar el fin de la forma capitalista es imaginar el fin de aquello que performa, configura y condiciona el contenido de lo social. No obstante, algo en lo que muy pocas veces se incide, y que puede abrir lo social a nuevas formas materiales, es convencerse de que si no hay capitalismo, el contenido de lo social sigue existiendo. Ejemplificando con una pregunta se entiende mejor: si el capitalismo se extingue, ¿qué harás con todo tu contenido? Si eres trabajador; maestra, peón de fábrica, doctora, escultor, arquitecto, socióloga, repartidor de Glovo, filósofo, barrendero, abogada… y el capitalismo se derrumba, ¿dejarás de ser aquello que has devenido o simplemente quedarás libre de la forma capitalista que instrumentaliza, economiza, rentabiliza y explota todo tu contenido, tu tiempo y tu cuerpo? Incluso ideas más abstractas como el tiempo, el espacio y la materia son contenidos formateados por la hiperficcionalidad del capital (la narrativa ideológica que, a través de la cultura, normalizamos y naturalizamos). El tiempo está ajustado a las lógicas de productividad capitalista, el espacio —desde un ejemplo urbanístico— está diseñado para favorecer el consumo. Así, la materia se nos presenta como un recurso y un objeto del cual disponer y explotar siempre que el capitalismo lo desee. No obstante, si esta hiperficcionalidad desaparece, el contenido social del tiempo, el espacio y la materia —o, usando el concepto de Spinoza, la sustancia— permanece. La sustancia en Spinoza es aquello que existe en sí y se concibe por sí, y de la cual derivan todos los modos —incluidos el tiempo, el espacio y la materia. Por tanto, los elementos no existen por separado ni de forma fija, sino como expresiones de una misma realidad infinita. Lo que llamamos tiempo o espacio bajo el capitalismo son formas particulares de esa sustancia común, moldeadas por una lógica de dominación material. Imaginar una forma postcapitalista implica entonces preguntarnos: ¿cómo podrían desplegarse esos mismos modos —tiempo, espacio, materia— si no estuvieran organizados por la lógica del capital, sino por una racionalidad que afirme la vida en su multiplicidad? En este sentido, las formas postcapitalistas se preguntan por: ¿cómo ejercemos nuestros oficios lejos de la producción capitalista?, ¿cómo organizamos la vida social?, ¿cómo diseñamos el espacio? y, por último, ¿cómo nos relacionamos con la materia o los ecosistemas que le dan vida? Aunque desaparezca el capitalismo (la forma en que hoy organizamos la economía y la sociedad), lo social —es decir, las personas, sus oficios, relaciones, conocimientos, espacios, tiempos y formas de vivir— seguirá existiendo. Cambiará la forma y la manera de organizar el contenido, pero no el contenido en sí. En consecuencia, profundizar en estas preguntas implica dialogar con otro concepto que usa Bifo Berardi: Destino Manifiesto. Aquí, el filósofo italiano recurre a dicho término para explicar cómo la mentalidad americana protestante supo liberarse de las formas europeas durante la colonización de América del Norte, y de cómo esta liberación de las formas de pensamiento del viejo continente posibilitó la ruptura cultural y temporal con Europa, permitiendo, a su vez, que el tiempo —y más concretamente el tiempo futuro— fuera ese contenido temporal al que darle una nueva forma. Es así como surge esa tan conocida visión norteamericana sobre el futuro y el progreso, donde el pasado no tiene tanto peso para su imaginario, y donde el futuro, como constructo cultural, sirve para atornillar la forma que el capitalismo necesita. Una especie de destino donde todo tiene que progresar de manera infinita: técnica, tecnológica, social y, sobre todo, económica. Es este el germen cultural de esa fuerza que se entrevé en el llamado “Sueño americano”, que más tarde mutará en los ideales de Silicon Valley y los tecnólogos como Elon Musk, Steve Jobs, Zuckerberg, Peter Thiel, Bill Gates, etc., donde el futuro parece ser lo único existente. Lo que intentamos decir es que sin esa primera ruptura de los colonos norteamericanos con su pasado (viajando a otro continente e iniciando una colonización imperialista allí), la forma del capitalismo norteamericano en el plano cultural habría sido muy distinta. Sin embargo, este efecto no se limitó al país de las barras y las estrellas. Nuestra propia ruptura cultural con la historia también se consolidó, de forma cada vez más eficaz, con el avance del capitalismo. A esto es a lo que Frederic Jameson llamó la crisis de la historicidad: la dificultad para experimentar el tiempo histórico de forma coherente. En este mismo sentido, Kodwo Eshun habló de capitalismo ciencia-ficción, refiriéndose a cómo el futuro —ese espacio donde imaginamos nuevas formas de vida— también ha sido absorbido por las lógicas del capitalismo. Aquí, pensar el devenir de lo social más allá de la forma capitalista implica asumir la necesidad de construir nuevos imaginarios culturales: nuevas formas materiales que den cuerpo al contenido de lo social. Se trata de ensayar una forma postcapitalista de pensamiento y de sentir colectivo, una forma que rompa con las lógicas burguesas, antropocentristas, jerárquicas, depredadoras, explotadoras y binarias —en todas sus categorías— que han sido moldeadas por el capitalismo. Y en este punto es cuando podemos recuperar la cita completa de Jameson: “Parece que hoy día nos resulta

Lo sublime y el materialismo social

Lo sublime y el materialismo social La caída de Babilonia, 1826. John Martin. Lo sublime, es una noción que ha recorrido el pensamiento filosófico desde su formulación en el siglo XVIII, este concepto representa una experiencia que desborda lo ordinario, colocando al sujeto frente a una magnitud que lo desafía. Históricamente vinculado a la relación del ser humano con la naturaleza, el concepto ha evolucionado para capturar nuevas formas de otredad en un mundo donde las dinámicas sociales y económicas reorganizan el entorno y las percepciones. Este texto explora lo sublime no desde la naturaleza salvaje y majestuosa que asombraba a los románticos, sino desde un paisaje profundamente intervenido y modelado por las lógicas del capitalismo. Aquí lo sublime se desplaza hacia el ciberespacio, las estructuras del capital y la enajenación de la clase trabajadora, abriendo paso a un análisis que confronta la experiencia kantiana de lo sublime con las reflexiones críticas de autores postcapitalistas. La naturaleza está antropizada totalmente, es decir sometida a la influencia humana. El sistema capitalista se presenta como una segunda naturaleza, una totalidad que domina y reorganiza todo lo existente bajo sus propias lógicas. En este contexto, la enajenación (sentirnos extraños en la propia realidad) alcanza niveles tales que percibimos la otredad absoluta no en lo natural, sino en las formas autónomas y reificadas de las relaciones capitalistas. Ahora, lo sublime, ese concepto que en su origen kantiano remitió a la experiencia del límite entre nuestra finitud y nuestra capacidad de trascendencia racional, se manifiesta en un paisaje ciberpunk, en las estructuras hiperconectadas y descentralizadas del cibercapitalismo. Para Kant, lo sublime era una experiencia de confrontación: la vastedad de la naturaleza o su fuerza desmesurada nos enfrentaba a nuestra vulnerabilidad física, pero también despertaba en nosotros la conciencia de una razón que podía abarcar, aunque abstractamente, aquello que nos sobrepasaba. O como dijo el anarquista ruso Mijaíl Bakunin, la realidad es aquello que puede ser captado por nuestros sentidos, pero nunca abarcado en su totalidad, pues lo sublime supera incluso nuestra imaginación. Lo sublime es, por tanto, una dialéctica entre la potencia de lo sensible —en tanto que muestra nuestra vulnerabilidad biológica y física— frente a la impotencia de lo racional, que muestra la incapacidad de abarcar la totalidad con palabras o conceptos. Pero en el realismo capitalista este vínculo entre lo sublime y la naturaleza ha sido desplazado por la lógica del capitalismo, que se erige como la nueva otredad absoluta; el gran otro ahora es el capital. Por tanto, lo sublime ya no se encuentra en la relación no mediada lingüísticamente con las montañas, el océano, el basto paisaje natural o el cosmos, que se nos presentaban como esa vastedad sensible e inabarcable; sino en los flujos de datos, en la infraestructura global del capitalismo digital, en las grandes campañas publicitarias, en el inmutable número de series y películas neoliberales que la industria cultural emite en las plataformas de streaming, o en la opacidad de los algoritmos de las grandes multinacionales y fondos de inversión que gobiernan nuestra existencia proletaria. En términos de Baudrillard y Fisher, la ilusión de la construcción capitalista ha transmutado en lo real, emergiendo la hiperrealidad de los datos como la nueva forma de lo sublime; todo aquello que no llegamos a comprender, que nos sobrepasa, hoy es lo tecnológico. Siguiendo los análisis de la realidad cultural de marxistas como Fredric Jameson o Mark Fisher, esta transformación no es accidental. El capital, en su capacidad para subsumirlo todo, se convierte en una suerte de segundo ser, un sistema autónomo que opera con leyes propias y que se presenta como algo tan inevitable como la naturaleza misma. El filósofo Martin Heidegger, en su crítica al dominio técnico, se acerca tangencialmente a esta idea, aunque desde una perspectiva profundamente reaccionaria. Para él, el peligro de la técnica radica en su capacidad para reducir el ser a un mero recurso, un disponible que despoja al mundo de su misterio. Sin embargo, Heidegger, al ensalzar lo que él percibe como un retorno al ser, reintroduce una concepción esencialista y mistificada que resulta profundamente problemática desde una óptica materialista. Lo sublime en Heidegger sigue anclado en una visión arcaica de la autenticidad, desconectada de las estructuras materiales y sociales que determinan nuestra existencia; una autenticidad buscada en un pasado idealizado, enraizado en una concepción mística del ser como algo trascendental y eterno, desligado de las dinámicas históricas y materiales. Esta perspectiva, aunque crítica de la técnica, fracasa en abordar las verdaderas raíces de la alienación moderna: no es la técnica/tecnología en sí misma, sino su subordinación al capital lo que transforma el mundo en un conjunto de recursos disponibles, como precisamente ocurre en el capitalismo. Heidegger, no olvidemos que miembro del partido Nazi, el cual jamás se retractó de los crímenes de dicho fascismo, al ignorar esta mediación, termina ofreciendo una crítica incompleta que, sin causar mucho asombro, puede ser apropiada por ideologías reaccionarias que anhelan un retorno imposible a un orden premoderno. El filósofo e ingeniero informático Yuk Hui, comenta en su tesis doctoral La pregunta por la cosmotécnica en China, que en este retorno al ser de Heidegger, lo que se presenta es un regreso a casa. La irrupción de la tecnología industrial supuso, igual que las no ya tan actuales tecnologías cibernéticas (información computarizada, inteligencia artificial, biotecnologías e incluso internet) una ruptura con los marcos valorativos e interpretativos de la realidad social, es decir de cómo entendemos y cómo nos relacionamos en el mundo. Frente a este desmantelamiento de lo que el antropólogo colombiano Arturo Escobar llamó los trasfondos de entendimiento modernos, pensadores como Heidegger o Kitaro Nishida, fundador de la escuela de Kioto y seguidor del pensamiento heideggeriano, enarbolaron una respuesta melancólica, conservadora y tradicionalista. La pérdida de significado y, consecuentemente, la pérdida de un mundo dado por sentado, llevó a la defensa de unos valores caducos y un enaltecimiento de lo sublime basado en nuevos mitos que desencadenó en el auge de los fascismos. En consecuencia, Yuk Hui